En Colombia Bogotá y el virus: calles vacías y cacofonía en pausa
Bogotá y el virus: calles vacías y cacofonía en pausa
Bogotá and the virus: empty streets and cacophony on hiatus
BOGOTÁ, Colombia — La mañana típica de Bogotá comienza al amanecer y pronto se convierte en un rugido de ocho millones de personas.
Está el zumbido apretujado de la vendedora de jugos que exprime las naranjas en la esquina, el bramar de cientos de motocicletas y el resoplido de miles de autobuses pesados.
También están los vendedores que ladran con sus megáfonos, los manifestantes que claman en la plaza, las bandas de percusiones y los interminables chirridos y bocinazos de la que ha sido llamada la ciudad más congestionada del mundo.
Sin embargo, después de que la alcaldesa, Claudia López, declaró la cuarentena en esta capital —una metrópoli extensa, montañosa y cubierta de murales— y ordenó a la gente quedarse en casa, algo más llegó.
El silencio.
O si el silencio total elude a ciertos rincones, al menos se instaló un nuevo paisaje sonoro, el ritmo reacondicionado de una época extraordinaria.
En vez del tronar de los motores que suben por las colinas, llegó el raspado de los platos desde la cocina del vecino. El tintineo de los carillones. El borbotón de un fregadero. El ocasional alarido ominoso de una ambulancia. Dos personas haciendo el amor. Tina Turner en el altavoz de alguien, con un acompañamiento vocal amateur.
"What's love got to do with it?".
Afuera, en la noche, las hojas crujían debajo de los pies de algunas personas solitarias que sacaban a pasear a sus perros. Las pisadas hacían eco como las botas después de una nevada.
Como en el resto de Latinoamérica, la gente que vive aquí durante semanas había visto desde una distancia relativamente segura cómo el resto del mundo se convulsionaba con la arremetida del nuevo coronavirus.
Sin embargo, ahora la región se prepara para el impacto. El 20 de marzo comenzó el cierre de emergencia en Bogotá. El domingo, Colombia anunció que tenía más de 700 casos, con al menos diez muertes. Ahora, los casos en el vecino Ecuador casi alcanzan los 2000 y en Brasil superan los 4000
Con millones de personas que trabajan en el sector informal de Latinoamérica, sin salarios garantizados y ninguna prestación, se reconoce ampliamente que mucha gente no tiene los medios para sobrevivir encerrada durante semanas. Además, hay un temor profundo en toda la región de que la perturbación económica y social asociada con la crisis dure mucho más que el virus.
Mientras los bogotanos intentaban digerir esa realidad, el silencio desconcertaba a algunos de los residentes más insensibles al ruido. El vacío extraño era una sugerencia de que algo siniestro venía en camino.
"Da nervios", admitió Juan León, de 50 años, quien trabaja en una gasolinera y estaba de guardia en el turno nocturno. León pasa las noches solo, con temor a sufrir un atraco. Otras personas encontraron consuelo en la quietud, era una calma bienvenida antes del ataque inminente.
Dijo que extendería la cuarentena a toda la nación, al menos hasta mediados de abril.
Duque instó al pueblo a lavarse las manos "constantemente" y, por ahora, llamó a dejar de abrazar a los abuelos.
"Estas pandemias", dijo, "suelen tener crecimientos exponenciales".
Después, cerca del anochecer, una tos perruna irrumpió en un parque vacío.
¡Aj! ¡Aj! ¡Aj! ¡Achúúú!
"Estoy bien, gracias", dijo el autor de la tos, un artesano de 60 años de nombre Julio César que suele vender figurillas de jabón en la acera. "Hace días estoy en la calle", vociferó desde el otro lado de la vereda, "porque no tengo plata y porque la gente no sale a comprar".
Tosió.
"Pero estoy bien", dijo y tosió de nuevo. "Voy a estar bien".
Había sido que el silencio de la ciudad era un fenómeno frágil.
Al día siguiente, hubo una gran confusión sobre si la cuarentena de toda la ciudad seguía en vigor y cuándo iba a empezar exactamente la cuarentena a nivel nacional.
Bogotá comenzó a retumbar de nuevo.
Se hicieron largas filas afuera de los supermercados y los bancos, y algunas personas se apiñaron en los autobuses para poder llegar al trabajo.
Y en el centro de la ciudad, en la plaza de Bolívar, hogar del enorme y majestuoso edificio del congreso, se creó una multitud. Amontonados, algunos con mascarillas, expresaron sus temores sobre lo que iba a pasar en los próximos días y exigieron ayuda.
"¡Tenemos hambre!", gritaban. "
"Como tal el silencio no existe", comentó una noche reciente Enmanuel Rivero, un violinista de 25 años vestido con una chaqueta negra, que estaba de pie junto a su perro, Dante, en el barrio de La Soledad.
Rivero destacó el crujir de los árboles, "ese pequeño soplar de la brisa".
"Escuchas el grito de la naturaleza", comentó. La voz baja de la ciudad "me da tranquilidad", agregó. "Recuerdo mi pueblito".
A la mañana siguiente, La Soledad, un barrio de clase media dividido por una franja de vegetación que por lo general está llena de personas, estaba tan silencioso que se podía escuchar el correr del agua de un río cercano. Unas cuantas personas con mascarillas blancas esperaban afuera de las puertas cerradas de un supermercado, amables, pero nerviosas.
En el cuarto piso, arriba de la tienda, una mujer se asomaba por la ventana de su apartamento, mirando hacia la calle casi vacía.
"Volveremos a abrazarnos", decía un gran cartel que colgaba de su ventana.
En la calle, un enorme carretón de reciclaje destrozó la calma.
Tiqui–taca–tiqui–taca rodaban las ruedas en el asfalto. Clanc–clanc golpeó el suelo el vagón.
Un hombrecillo apareció detrás del carretón y se presentó como Jorge Páez, un recolector de basura de 58 años.
La cuarentena le había causado problemas a Páez, quien junta cartón y otros materiales y los vende a un reciclador. En un buen día gana tres dólares, compra comida y duerme en un albergue.
Pero hace poco fue a vender su cartón y encontró que la recicladora estaba cerrada.
No tenía idea cómo iba a hacer para seguir comiendo.
"Estoy a gran riesgo por mi edad, pero tengo que salir para ganarme la comida", dijo. Señaló a otro hombre mayor de vestimenta gastada que arrastraba los pies en la calle.
"Estamos todos en riesgo", dijo Páez. "Y estamos poniendo a otras personas en riesgo".
En otra calle vacía, la voz de un hombre perforó una puerta roja y llegó hasta la acera. Era Iván Duque, el presidente, quien intentaba tranquilizar al país en un discurso televisivo.¡Tenemos hambre!".
La CFM
GRUPO DE EMISORAS Y PERIÓDICOS DIGITAL
Publicado Por. Medios Fernandez
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